Notaba a papá preocupado; aunque hubo pan, huevos y chocolate en la mesa como cualquier mañana, papá lucía impaciente. Imaginé que se debía a la situación económica por la que atravesamos en el país. He escuchado en las noticias que en estos tiempos es muy difícil hallar un empleo; entonces, pregunté a mi madre si papá estaba en peligro de perder su trabajo o algo similar. Temía una mala noticia en ese instante que hubiese causado una catástrofe sin precedentes en mi pequeño mundo de ilusiones. Papá nunca dejaba de sonreír y esta mañana lo notaba muy nervioso. Lo supe porque le temblaban las comisuras de los labios como reprimiendo frases de auxilio para no exasperar a una fiera salvaje.
Yo, por el contrario, albergaba un carnaval de emociones en mi estómago. Sentía como si las comparsas se movieran de un lado a otro en mis entrañas y los tambores repicaran en mi pecho; no podía disimular lo expectante y ansiosa que me encontraba. Pero, a pesar de su extraño comportamiento, no renunciaba a mi pretensión de comprender a papá. Seguramente no había sido fácil para él, ni lo sería para nadie, tener que explicar a su jefe que llegaría cualquier mañana, de un día común y corriente, acompañado de su hija de nueve años al sitio de trabajo. No obstante, debo aclarar que prometí evitar al máximo convertirme en un tropiezo para él. Mi único objetivo, el hálito que me daba fuerzas para vivir este nuevo día, era la fortuna de conocer su trabajo para contarle a mis amigas del colegio lo bueno que era para las otras personas, aquello que papá hacía. Para ser un poco más sincera, estaba cansada de lo vanidosas que resultaban mis compañeras de curso cuando se referían al oficio de sus padres.
Papá, siempre nos hablaba de la forma como ahora le estaba sirviendo a mucha gente. Ya no tenía que trabajar desde muy temprano, en la madrugada, pero se le hacía más difícil que con los animales allá en el campo. Trabajar con las personas es muy duro, comentaba papá, “….un día te quieren… otro te odian, un día te ayudan… otro te esquivan, en fin, no sólo trabajas con cada uno de tus compañeros sino también con sus temores, con sus odios, con sus locuras y sobretodo…con su intolerancia”. De eso entiendo poco, pero mamá decía que él se había convertido, en poco tiempo, en la alegría de muchos que carecen de muestras de afecto y que le agradaba trabajar con la gente del común. Sus comentarios me hicieron pensar, en algunas ocasiones, que podría estar trabajando en una de esas misiones humanitarias internacionales que viajan muy lejos, mucho más lejos de donde vivimos ahora, llevando alimentos, medicinas y prendas de vestir a los más pobres. Sin embargo, supongo que de ser así, no alcanzaría a llegar por las noches a cenar en casa. Además, si en casa no sobra la comida... ¿cómo iba a regalar a los demás? Dios proveerá, dice mamá… Bueno, lo importante era no especular más y enterarme de lo que él hacía. Tan pronto como tomé el desayuno, no sin antes hacer mi oración habitual, me levanté de la mesa, lavé mis dientes, acicalé mi cabello y preparé el morral. Mamá nos dijo que tal vez el colegio estaría más cerca del trabajo y con ello evitaríamos tener que emprender un largo viaje de regreso a casa al llegar el mediodía. Me entregaron una bolsa de tela parecida a una tula y papá sacó su gigante y sagrada maleta ovalada. La verdad, hasta hoy, había sido un misterio para mí qué clase de documentos o formularios necesitaban una maleta tan rara para protegerlos ó esconderlos; además, la maleta era vieja, destemplada y expelía un olor rancio que vagaba entre el contra y el agua de bruscos. Entiendo que la maleta fue un regalo de mi abuelo, quien la usó cuando viajó a la guerra entre liberales y conservadores en los cerros de aquí cerca, detrás de las sabanas donde vivíamos hasta hace dos años.
Llegó la hora de despedirnos. Recibimos la bendición de mamá y salimos cogidos de la mano sin decir palabra alguna, yo por la emoción y papá quien sabe por qué. Unas gotas de lluvia amenazaron con arruinar mi anhelada experiencia, por lo que decidí acelerar el paso hasta que inconcientemente terminé llevando casi a rastras a mi padre por el camino sin saber adónde iba. A él, parecía importarle poco si se mojaba o no, por lo que acoplamos nuevamente el paso y caminamos cerca de veinte minutos que sentí eternos, aunque diariamente caminaba un poco más yendo al colegio, hasta que llegamos a la parada del autobus en la circunvalación.
Esperamos la ruta del bus amarillo y verde, y subimos. Al ingresar al bus, papá insistió en que me sostuviera firmemente de la pretina de su pantalón, a su lado derecho, y que me mantuviese callada; que por nada del mundo fuese a interrumpir o molestarle y que estuviera atenta a todo lo que sucedía en el camino. Sólo debía moverme cuando él me lo indicara. Según me contó, su compañero conductor era un cascarrabias de la peor calaña. El bus iba repleto de pasajeros. De repente, papá irrumpió en un torrente de palabras que manaban de sus labios pidiendo excusas a la gente y agradeciendo la atención que pudieran prestarle. Inició contando una historia de nuestra familia que yo no conocía; los viajeros lo miraban absortos, incluso yo, que intentaba infructuosamente descifrar muchos de los apartes de la historia que contaba. Aquello que papá narraba, parecía los avatares de nuestro viaje hasta esta ciudad. Coincidía en algunos detalles, pero otros parecían extraídos de una película dramática y muchas veces de terror. Con la venia del señor conductor decidió revelarme, junto a todos los demás, su esquivo secreto sacando de la maleta una diminuta guitarra adornada con incontables lazos de colores. Comenzó a interpretar la canción Color Esperanza, aquella que hizo famosa el cantante argentino Diego Torres, esa que las niñas del coro cantamos en el colegio para despedir a los estudiantes de quinto grado que se iban al bachillerato. Mientras cantaba, los rostros de la gente se iban transfigurando en rostros de tristeza y de pesar, y luego lograban improvisar una pequeña sonrisa al interpretar el coro de la canción. Hasta hoy, desconocía las aptitudes artísticas de papá, se había convertido en una figura pública sin enterarme de ello. Y lo mejor, tenía fama. La gente lo aplaudía incansablemente.
Al final, precediendo la orden inapelable de mi padre, recorrí el pasillo con la bolsa de tela en mi mano derecha, mientras la gente se desbordaba en elogios y le pagaba con monedas y hasta billetes de mil pesos. Imagínense!... con billetes de mil pesos. Papá es un artista. No como los que he visto en la televisión o los que he escuchado en la radio nacional, pero papá es famoso, hoy lo comprobé y eso me llena de orgullo.
Después de su interpretación, papá decidió que era hora de bajarnos y caminar de nuevo. Estaba extasiada y preferí volver a casa a escribir lo que sucedió. Por eso estoy aquí frente a mi diario. La mañana de hoy, no conocí dónde trabaja papá, pero eso es lo que menos me importa ahora, lo que hace mientras llega a su trabajo me parece suficiente para sentirme orgullosa de él.
Yo, por el contrario, albergaba un carnaval de emociones en mi estómago. Sentía como si las comparsas se movieran de un lado a otro en mis entrañas y los tambores repicaran en mi pecho; no podía disimular lo expectante y ansiosa que me encontraba. Pero, a pesar de su extraño comportamiento, no renunciaba a mi pretensión de comprender a papá. Seguramente no había sido fácil para él, ni lo sería para nadie, tener que explicar a su jefe que llegaría cualquier mañana, de un día común y corriente, acompañado de su hija de nueve años al sitio de trabajo. No obstante, debo aclarar que prometí evitar al máximo convertirme en un tropiezo para él. Mi único objetivo, el hálito que me daba fuerzas para vivir este nuevo día, era la fortuna de conocer su trabajo para contarle a mis amigas del colegio lo bueno que era para las otras personas, aquello que papá hacía. Para ser un poco más sincera, estaba cansada de lo vanidosas que resultaban mis compañeras de curso cuando se referían al oficio de sus padres.
Papá, siempre nos hablaba de la forma como ahora le estaba sirviendo a mucha gente. Ya no tenía que trabajar desde muy temprano, en la madrugada, pero se le hacía más difícil que con los animales allá en el campo. Trabajar con las personas es muy duro, comentaba papá, “….un día te quieren… otro te odian, un día te ayudan… otro te esquivan, en fin, no sólo trabajas con cada uno de tus compañeros sino también con sus temores, con sus odios, con sus locuras y sobretodo…con su intolerancia”. De eso entiendo poco, pero mamá decía que él se había convertido, en poco tiempo, en la alegría de muchos que carecen de muestras de afecto y que le agradaba trabajar con la gente del común. Sus comentarios me hicieron pensar, en algunas ocasiones, que podría estar trabajando en una de esas misiones humanitarias internacionales que viajan muy lejos, mucho más lejos de donde vivimos ahora, llevando alimentos, medicinas y prendas de vestir a los más pobres. Sin embargo, supongo que de ser así, no alcanzaría a llegar por las noches a cenar en casa. Además, si en casa no sobra la comida... ¿cómo iba a regalar a los demás? Dios proveerá, dice mamá… Bueno, lo importante era no especular más y enterarme de lo que él hacía. Tan pronto como tomé el desayuno, no sin antes hacer mi oración habitual, me levanté de la mesa, lavé mis dientes, acicalé mi cabello y preparé el morral. Mamá nos dijo que tal vez el colegio estaría más cerca del trabajo y con ello evitaríamos tener que emprender un largo viaje de regreso a casa al llegar el mediodía. Me entregaron una bolsa de tela parecida a una tula y papá sacó su gigante y sagrada maleta ovalada. La verdad, hasta hoy, había sido un misterio para mí qué clase de documentos o formularios necesitaban una maleta tan rara para protegerlos ó esconderlos; además, la maleta era vieja, destemplada y expelía un olor rancio que vagaba entre el contra y el agua de bruscos. Entiendo que la maleta fue un regalo de mi abuelo, quien la usó cuando viajó a la guerra entre liberales y conservadores en los cerros de aquí cerca, detrás de las sabanas donde vivíamos hasta hace dos años.
Llegó la hora de despedirnos. Recibimos la bendición de mamá y salimos cogidos de la mano sin decir palabra alguna, yo por la emoción y papá quien sabe por qué. Unas gotas de lluvia amenazaron con arruinar mi anhelada experiencia, por lo que decidí acelerar el paso hasta que inconcientemente terminé llevando casi a rastras a mi padre por el camino sin saber adónde iba. A él, parecía importarle poco si se mojaba o no, por lo que acoplamos nuevamente el paso y caminamos cerca de veinte minutos que sentí eternos, aunque diariamente caminaba un poco más yendo al colegio, hasta que llegamos a la parada del autobus en la circunvalación.
Esperamos la ruta del bus amarillo y verde, y subimos. Al ingresar al bus, papá insistió en que me sostuviera firmemente de la pretina de su pantalón, a su lado derecho, y que me mantuviese callada; que por nada del mundo fuese a interrumpir o molestarle y que estuviera atenta a todo lo que sucedía en el camino. Sólo debía moverme cuando él me lo indicara. Según me contó, su compañero conductor era un cascarrabias de la peor calaña. El bus iba repleto de pasajeros. De repente, papá irrumpió en un torrente de palabras que manaban de sus labios pidiendo excusas a la gente y agradeciendo la atención que pudieran prestarle. Inició contando una historia de nuestra familia que yo no conocía; los viajeros lo miraban absortos, incluso yo, que intentaba infructuosamente descifrar muchos de los apartes de la historia que contaba. Aquello que papá narraba, parecía los avatares de nuestro viaje hasta esta ciudad. Coincidía en algunos detalles, pero otros parecían extraídos de una película dramática y muchas veces de terror. Con la venia del señor conductor decidió revelarme, junto a todos los demás, su esquivo secreto sacando de la maleta una diminuta guitarra adornada con incontables lazos de colores. Comenzó a interpretar la canción Color Esperanza, aquella que hizo famosa el cantante argentino Diego Torres, esa que las niñas del coro cantamos en el colegio para despedir a los estudiantes de quinto grado que se iban al bachillerato. Mientras cantaba, los rostros de la gente se iban transfigurando en rostros de tristeza y de pesar, y luego lograban improvisar una pequeña sonrisa al interpretar el coro de la canción. Hasta hoy, desconocía las aptitudes artísticas de papá, se había convertido en una figura pública sin enterarme de ello. Y lo mejor, tenía fama. La gente lo aplaudía incansablemente.
Al final, precediendo la orden inapelable de mi padre, recorrí el pasillo con la bolsa de tela en mi mano derecha, mientras la gente se desbordaba en elogios y le pagaba con monedas y hasta billetes de mil pesos. Imagínense!... con billetes de mil pesos. Papá es un artista. No como los que he visto en la televisión o los que he escuchado en la radio nacional, pero papá es famoso, hoy lo comprobé y eso me llena de orgullo.
Después de su interpretación, papá decidió que era hora de bajarnos y caminar de nuevo. Estaba extasiada y preferí volver a casa a escribir lo que sucedió. Por eso estoy aquí frente a mi diario. La mañana de hoy, no conocí dónde trabaja papá, pero eso es lo que menos me importa ahora, lo que hace mientras llega a su trabajo me parece suficiente para sentirme orgullosa de él.
No hay comentarios:
Publicar un comentario