MALDITO SUEÑO

LUIS CARLOS GALVÁN

He tratado de olvidar a ese hombre: a Martín, el padre de mi único hijo, Sebastián. Por mas que lo intento no he podido, siento que me persigue. Verlo los ojos miel a mi hijo es tenerlo al frente. No solo son sus ojos, sino saber que tiene su misma sangre, sus gestos, para que negarlo, temo que algún día se vuelva como él. Pero sabe, a pesar de todo lo que paso, él ha sido y será mi único hombre y aun lo espero.

En el decimo cumpleaños del único ser con que cuento, los fantasmas que creí haber enterrado, volvieron. El miedo de que mi hijo, cambiara su sentimiento, era tormentoso, quizás esa fue la única razón de que mi mente no estuviera lucida, para tener a la mano una evasiva, como las tenia siempre, hasta ese día que no pude salir del apuro. A veces creo que mi subconsciente quería decirle de una vez por todas, lo inconfesable, ya ese secreto me estaba volviendo loca.

“Mamá, de regalo solo deseo una cosa, que me digas: quien es mi papá y donde esta?”; esas palabras aun retumban en mis oídos. Quede sin escapatoria ante su noble petición. Sin palabras e inmóvil, bueno ni tan inmóvil porque mis ojos cedieron a los sentimientos encontrados, mis lagrimas salían unas detrás de otra.

Si bien demore para dar la repuesta, no me rebusque con palabras, estas fueron certeras, destilaban un fino veneno, no tuve otra opción, esa era la cruda realidad:
-Amor, desde que quede embarazada, no sé nada de él. Lo último que sé es que esta huyendo de la justicia

Mi instinto fallo. Fue doloroso, la reacción de Sebastián, nunca la esperé, ver como mi hijo por primera vez en su vida dudaba de mi. Era increíble, se solidarizo con su desconocido padre y no conmigo. Resultaba que ahora la mala era yo, ¡que tal!. La ira no hizo que me contuviera, le conté absolutamente todo, empecé por la última vez que nos vimos, donde me abandono a pesar de darle la noticia de que sería papá. Recuerdo que ni siquiera se inmutó, su preocupación era que nos separáramos, porque así, según él era mas difícil que lo capturaran y me advirtió, con un tono amenazante que me fuera bien lejos porque también podía tener problemas.

Saber que todo empezó, porque Martin andaba con las ganas alborotadas de hacer realidad su loco deseo. Traté de persuadirlo de todas las maneras posibles, razón tiene mi papá: “No hay peor sordo que el que no quiere oír”. Lo grave fue que yo como una pendeja enamorada lo seguí hasta el final de su locura.

Supe que publico un aviso explicando su sueño y como quería realizarlo. De esta manera fue que se contactó con Juan Colmenares, un señor delgado, como de cuarenta años, tenía pinta de intelectual a pesar de sus ademanes delicados. Cuando se vieron, se saludaron con una formalidad, me sorprendió, parecían unos caballeros ingleses, no estaban alterados. Del punto de encuentro partimos en el carro del señor Juan, al tiempo que hablaban del asunto con una pasmosa naturalidad. Solo nos detuvimos a comprar otra botella de ron, ya me había bebido una y aun así, seguía con la misma repulsión, pero fiel en mi papel de compañera abnegada dispuesta a soportar todo en silencio por amor.

Al llegar a su aparta-estudio, sentí deseos de salir corriendo, pero el miedo una vez mas de perder el amor de mi vida, me lo impidió, además él empezó a abrazarme y besarme tratando de tranquilizarme, lo logró, así que se dirigió al equipo de sonido y colocó música de Mozart, nuestro artista favorito. Sin las esperanzas perdidas aun, volví a suplicarle que echara todo atrás, fue en vano, porque apenas el señor Juan cerró las cortinas, me arrebató la botella para tomarse el último trago y me miró con una macabra determinación, diciéndome: “empieza la función”.

Nunca he sido desalmada pero la situación lo requería. Prendí la cámara de video como pude, para cumplir con mi parte del plan. Lanzándole besos a la cámara, se desnudo Martin y empezó a lamer con un apetito insaciable el cuello y el pecho del señor Juan, que se encontraba desnudo en la cama, con sus manos atadas por unas esposas. Con entonada rapidez tomaba a pico de botella, buscando la esquiva calma. De repente, un grito desgarrador taladró mis suaves oídos. Al mirar había sangre a borbotones. Enseguida me desmaye.

Al despertar temblaba de tal manera que parecía que tiritaba de frio, en medio de un silencio abismal. Sentí un poco de alivio al ver a Martin, se me acercó con una fría elocuencia a pedirme que el ayudara a lavar las sabanas ensangrentadas. Con unas fuerzas inexplicables, me levanté y caminé detrás de él con rumbo hacia el lavadero, esta vez no me contuve y con una valentía que nunca creí tener, lo encaré:
-¿Dónde dejaste al señor Juan?

Como si nada, siguió su marcha. En la cocina, frente a la nevera se paró, la abrió y sacó una pesada bolsa negra, con la misma expresión de Sebastián cuando hace una pilatuna, sus ojos le empezaron a brillar y con una sádica sonrisa, me penetro con la mirada:
-¿Vos también quieres? Porque hay suficiente señor Juan para los dos.
Al tiempo que sacó un suculento pedazo de carne.

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